Esperando a los bárbaros (1989), tercera novela del escritor sudafricano J. M. Coetzee, relata la historia de una frontera que separa al Imperio de la imaginaria amenaza de bárbaros nómades, este escenario se presenta bajo la narración del protagonista: el Magistrado, administrador de una localidad fronteriza. Su rutina se verá perturbada con la llegada del Coronel Joll –militar del Imperio que se encarga de proteger la frontera y enviar información al centro- y la presencia de un grupo de bárbaros que serán torturados; entre ellos se encontrará la mujer bárbara, el tercer elemento de este sistema de personajes.
Es precisamente esta confrontación entre el Coronel Joll, representante de la civilización; la mujer bárbara, perteneciente a los pueblos nómades del exterior; y el Magistrado, sujeto fronterizo; que podemos leer esta triada como una lucha entre la historia y la memoria en la frontera: donde la mujer bárbara es la exponente de la memoria a través de su cuerpo como un testimonio, el coronel, con sus archivos burocráticos y la tortura instaura una historia, mientras que el Magistrado habita una frontera no solo entre dos pueblos, sino también entre esta lucha por fijar un testimonio.
Si consideramos que la “memoria es una relación viva del presente con el pasado, mientras que la historia es una representación del pasado” (Florescano 2011, 2), y por ende, existe una tensión entre la memoria y la historia; entre la pretensión de fidelidad al pasado (Ricoeur) versus la instauración de una “verdad” por parte de un grupo específico, podemos caracterizar a los personajes confrontándolos: por un lado, el Coronel Joll es un personaje masculino, proviene del centro del Imperio, trabaja como militar de rango siendo un representante de la civilización. Su función, en términos estrictos, es enviar información sobre la situación actual de la frontera a los militares del interior; en estos documentos que envía, siempre se inscribe lo mismo y no se menciona la violencia ejercida a los pueblos “bárbaros”, quedando en el olvido.
Por otro lado, la mujer bárbara se ubica en el otro extremo de esta jerarquía social: no tiene nombre, o al menos nunca se presenta en la narración, pertenece a los pueblos nómades, es mujer, y no solo eso, es una mujer bárbara, torturada, mutilada y que quedó físicamente desvalida para poder volver con los suyos. Si el Coronel se vale de sus documentos, del uso de la palabra y del archivo para instaurar una historia del pasado, la mujer bárbara será un testimonio en sí mismo: su cuerpo y las marcas inscritas en él serán el lenguaje que represente el pasado más fielmente.
Los archivos del Coronel son modificados por el Imperio y persisten en el tiempo, si no existiera él, vendrían nuevos jóvenes a hacer el trabajo, mientras que la mujer bárbara presenta un auténtico testimonio de la violencia de la civilización, pese a no tener nombre, su relato es el que posee más identidad, pues es su mismo cuerpo el que muestra el pasado. Pese a ello, el tiempo, que bien permite darle sustancia a la historia, demacra el cuerpo hasta hacerlo desaparecer de la tierra.
Sin embargo, ¿qué rol juega el Magistrado en esta triada? El Magistrado no solo habita y administra una frontera, él mismo se configura como un sujeto fronterizo entre la lucha de la historia (Joll) y la memoria (mujer bárbara): posee la palabra, el poder y la experiencia necesaria para interceder, pero no lo hace. Se relaciona entre ambos personajes y comparte similitudes con los dos: con Joll escribe archivos que fijan la historia desde el Imperio y con la mujer se relaciona físicamente, la lleva a su casa en un comienzo para curarle sus heridas y es en este momento donde siente que hay algo en ella de lo cual no puede acceder, su cuerpo posee un relato que el Magistrado no puede traducir, esto se somatiza en una impotencia sexual: puede relacionarse con cualquier otra mujer, pero en ella no siente placer; existe un interés por parte del protagonista que él mismo no comprende, a veces ve a una mujer, otras veces a un cuerpo fragmentado lleno de cicatrices que no logra entender, su incapacidad de comprensión se homologa al plano corporal.
El protagonista de la novela es interpelado por esta situación, pese a sus primeros deseos de jubilar y marcharse de la frontera, este nuevo panorama suscita en él una especie de responsabilidad con el pasado, un deber moral de hacer algo por la memoria de los nómades. Lo intenta en vano, llega a quedar encarcelado por el Imperio cuando defiende a los nómades. Sin embargo, cuando llega el momento de plasmar sus vivencias en el papel, se autocensura. La palabra y su imposibilidad de prescindir de ella hace necesario que se logre representar la memoria de la mujer a través del archivo, aunque de ser esto posible, pasaría también a ser parte de la historia.
De esta manera el final de la novela presenta una situación que intenta, pero no logra, trastocar el orden histórico de la civilización y barbarie. La frontera, espacio contradictorio, al igual que el cuerpo y la memoria, es efímera, vivencial, se desintegra frente al texto y al Imperio, se pierde ante el olvido. De allí radica la importancia de Esperando a los bárbaros, como una lectura de la memoria y la historia y la aparente imposibilidad de fijar el testimonio dándose solo en lugares tan heterogéneos y paradójicos como la frontera. El Magistrado, un impotente traductor, se contrasta con otros personajes en fronteras similares, como el caso de Mákina en Señales que precederán al fin del mundo o el de Juan Barba/El traductor en Butamalón; pareciera que estos representan esa voz de la barbarie que el Magistrado intenta, pero no puede lograr.